EL PAPEL POLÍTICO DE MACONDO: ¿REAL O MÁGICO?

12.11.2012 21:20

Por: Santiago Peña Gutiérrez. 1102.

Las líneas paralelas que después sufren una deformación en el cerebro del lector macondiano entrelazan indiscutiblemente el absurdo y el parecido entre esta aldeíta y Colombia.

Nunca antes se había descrito a un país sumido en la miseria, la ignorancia, la sumisión, la explotación y, además, la realidad cultural tan bien como lo vomita y lo desploma paulatinamente García Márquez en “Cien Años de Soledad.” Ahora bien, una de las intenciones de García Márquez en su obra es reflejar la realidad de su país en aquella época por medio de figuras, personajes, lugares y hechos con un dote imaginario; lo que se llamó realismo mágico. Pero, más allá de que las lumbreras de la intelectualidad puedan comprender apaciblemente la situación de su país y/o continente, realmente no los golpea con contundencia, ellos no cargan, como los estudiantes, maestros, campesinos, labriegos y obreros, el peso ensangrentado del dolor y el sufrimiento de la historia; más allá de ser una joya literaria para los intelectuales, ¿ha sido una bandera de lucha de los pueblos oprimidos, que en cierta forma es una vertiente de lo que busca esta obra? ¿La realidad, para alguien del pueblo, se debe relatar mágicamente o, más bien, debe comprender las realidades históricas de los procesos sociales por donde cabalga el ser humano, con un grado explícito de veracidad tan enorme para su verdadera interpretación, entendimiento, no ambigüedad, y empuñar la literatura como un arma para la transformación?

El momento histórico en el que se desarrolla y se publica esta obra está enmarcado por una incesante lucha popular alrededor del mundo. Mayo del ´68, pedreas en las universidades, paros en los colegios, movilizaciones en las calles, el saboteo a los Juegos Panamericanos en Cali, el Paro Cívico Nacional del ´77 y diarios acontecimientos situados en la línea de la beligerancia, la esperanza y la transformación llenan el fervor de las masas y de la cantera de luchadores políticos y sociales. En el campo se vive un contexto mucho más pesado, al fragor de las balas, las bacterias y los explosivos, donde la mayoría de combatientes son campesinos – casi todos analfabetas -, y donde solo una minoría de intelectuales y agitadores en el campo y en la ciudad conduce y dirige estos grupos alzados en armas.

Los campos, en donde se sufre los desmanes de la miseria, están habitados por la mayoría de las personas que no tienen un nivel de estudio como los estudiantes en las alamedas de La Fontana en Bogotá. Es entonces donde se lanza la premonición de pregonar que la literatura debe cumplir una función donde las masas adquieran verdaderamente una conciencia y una convicción tan clara para poder afrontar las realidades, donde la literatura esté a la medida de las realidades y que la influencia que se quiera lanzar sea contundente y de apropiación del conjunto popular. La literatura debe ser al campesino como la música debe ser al músico, pero eso se consigue direccionando correctamente el carácter de la lectura  que verdaderamente llene el fervor de esa fragua ardiente del soñador, que sus ojos no se dilaten cuando esté pasando una línea del libro, sino que sus ojos se conviertan en las manos que edifiquen los sueños y, que imprescindiblemente, el libro sea la herramienta de esa construcción, que el libro sea el acompañante en las plazas públicas, que sea, junto al martillo, la arma alzada del obrero. Por eso, es preciso hacer un llamado a los intelectuales, como alguna vez lo hizo Antonio Gramsci en sus días de cárcel: “El error del intelectual consiste en creer que se puede saber sin comprender, y, especialmente, sin sentir ni ser apasionado (no solo del saber en sí, sino del objeto de saber), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el ‘saber’. No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre intelectuales y el pueblo-nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio.” También Gonzalo Arango hablando del oficio del escritor, en una carta que hace su padre, asegura: “Yo no puedo predicar que el mundo sufre si no conozco ese sufrimiento”, y luego añade exclamando: “¡Hay que meterse al pantano para decir que está podrido!”, y ese es el oficio de un intelectual.

No se puede llamar al realismo como algo mágico si se quiere contrastar con la política. ¡La realidad no es mágica, es real! En el campo de las letras y en el oficio de sentarse con una pipa a escribir sí es menester de admiración la genialidad de conjugar las letras con tan alta vehemencia, exactitud y precisión en el papel, magnificar y saciar al lector con esa magia inevitable que recorre las páginas de los Buendía; en el campo político es un arma fundamental para la batalla de ideas, pero inocua y baldía para la concientización de las masas golpeadas por la violencia. Solo se puede concientizar al intelectual y no a quien materialmente transformará la sociedad. La apropiación de la cultura se da paulatinamente y es imprescindible para una transformación, parafraseando a Gramsci; pero esencialmente hay que saber llegar a las masas con los factores reales de sus desgracias, como lo hizo el Nobel de literatura colombiano con los vejámenes de Macondo.

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